miércoles, 16 de noviembre de 2011

La isla de sangre (capítulo 8)


La Luz de Asuryan traspasaba limpiamente el oleaje; sus elegantes lineas y ondeantes banderines eran eclipsados por la brutal costa frente al navío. A pesar de la flora que se extendía por toda la isla, vestigios de un amanecer hacían relucir el casco dorado de la nave y la luz del sol se reflejaba en los mástiles y vigas. Filas de esbeltos marineros elfos observaban pacientemente desde la cubierta cómo el capitán de la nave dirigía el navío durante la traicionera etapa final de su trayectoria. La mayoría de ellos mostró indiferencia hacia el florido paisaje que se desplegaba ante ellos, mirando en su lugar a una forma leonada deslizándose sobre ellos, liderando el camino hacia la costa. Se trataba de un gigantesco monstruo alado de enorme envergadura, poderosas garras felinas y su cabeza tenía el noble aspecto de un gran águila. Sentado orgullosamente a su espalda se encontraba su príncipe, portando una brillante lanza.

Cuando el barco echó el ancla, la tripulación saltó con confianza sobre el espumoso oleaje. Eran los legendarios Guardianes del Mar de Lorthern, acostumbrados tras siglos de experiencia a las penurias de la vida en el mar. Alzaron sus arcos y sus lanzas sobre sus cabezas mientras avanzaban hacia la costa, y mientras solo se escuchaba el crujido de sus pies en la arena, aseguraron su entorno con cierta falta de pasión. Incluso para aquellos endurecidos soldados, de todas formas, el espectáculo que tenían ante sus ojos resultó sorprendente. Las feas y retorcidas rocas que se amontonaban a los bordes de la costa no eran como nada que hubiesen visto antes. Había una pálida cualidad carnosa que a todos ellos les pareció obscena, finas venas de oscuro líquido latían bajo su superficie y mientras los elfos se acercaban, algunas se desplazaron ligeramente hacia delante, como si detectasen la presencia de los elfos.

“Alejaos de las rocas” dijo una voz procedente del oleaje.

Los elfos se giraron para ver al joven mago, Caladris, luchando a través del oleaje mientras sujetaba su vara sobre su cabeza. Desde su colapso en la cubierta el día anterior, su rostro había permanecido retorcido y pálido por la angustia, y no contaba con la facilidad que poseían sus compañeros para moverse entre el oleaje. Mientras lo ayudaron a llegar a la playa, el mago asintió hacia las temblorosas piedras. Rompió su silencio. “La isla entera está maldita.”

Los elfos parecían un poco reacios a recibir órdenes del joven mago, pero sin embargo se alejaron de las rocas y formaron una falange ordenada en el centro de la playa, vigilando su alrededor con frío desdén.

Caladris escurrió el agua de mar de sus ropajes y permaneció atento a la fina niebla. Una enorme sombra alada daba círculos y mientras lo observaba, dejo salir un largo graznido chirriante. Todos los elfos miraron al cielo en el momento en que el grifo llamaba su atención. La figura que llevaba a su espalda apenas podía ser vista por el rocío de la niebla y la voz del príncipe era ahogada por la brisa, pero su señal fue lo bastante clara; mientras el grifo se zarandeaba atrás y adelante bajo él, el noble señaló con su lanza hacia el sur de la playa.

Caladris frunció el ceño hacia el cielo. “¡No!” gritó, mientras colocaba sus manos alrededor de su boca para intentar ser escuchado por encima del sonido del viento. Señaló en dirección a la empinada barranca que se elevaba al final de la playa. “Debemos adentrarnos hacia el interior de la isla.”
El capitán de la guardia marina, un veterano con cara de pocos amigos llamado Althin, rompió filas y se dirigió hacia el tembloroso mago. “Debemos obedecer las órdenes del Príncipe Jinete de Tormenta” le dijo, claramente alterado debido al comportamiento impertinente del mago. Sus palabras fueron pronunciadas de forma clara y con serenidad, pero Caladris no se hizo ilusiones en cuanto a la opinión que éste tuviera de él. La decisión de traer consigo a un mago con tan poca experiencia había sido tomada por el príncipe. La desaprobación que reinaba entre los miembros de la tripulación se había hecho sentir incluso antes de que se desmayase sobre la cubierta del barco y les hiciera salirse por completo de su rumbo.

“Debemos adentrarnos hacia el interior de la isla” repitió Caladris, mientras enderezaba su espalda y miraba fijamente al capitán.

El capitán arqueó las cejas. “¿Acaso dudas del juicio del príncipe?”

Caladris cerró levemente sus párpados. “Por supuesto que no. Pero no se haya en posesión de todos los datos.”

Se produjo un exasperado grito sobre ellos mientras el príncipe dirigía su montura en dirección a la playa, aterrizando a tan solo unos pasos de las filas de elfos. La enorme criatura aterrizó con sorprendente gracilidad e inmediatamente el príncipe se bajó de su lomo, desabrochándose su casco alado mientras se dirigía hacia ellos. “¿Cual es el problema?” preguntó bruscamente. “No estamos de vacaciones. Debemos encontrar la Piedra Fénix.” Señaló en dirección a la isla mientras miraba a Caladris. “La península en que se encuentra el templo está al final de éste tramo de costa. Debemos presentarnos ante la guardia inmediatamente.”

Caladris sacudió su cabeza. “Mi señor, Kortharion no se encuentra en el templo – mi visión fue bastante clara al respecto. Yacía a los pies de uno de los Ulthane y parecía atormentado – solo puedo creer que se hallaba en peligro mortal. Debemos encontrarle rápidamente. O me temo que será demasiado tarde.”

El príncipe abrió más los ojos. “Estás probando mi paciencia, Caladris. Si la Piedra Fénix es tan importante, debemos asegurarnos de que se encuentra a salvo.” Cerró sus ojos durante un segundo para pensar. “Muy bien” dijo, señalando a unos pocos soldados. “Llevaré conmigo una pequeña guarnición de soldados para ver si podemos localizar a tu mentor. Podemos viajar ligeros y veloces. Deberíamos encontrarlo en poco tiempo. ¿Dijiste que los Ulthane se encontraban diseminados por la isla?”

Caladris asintió.

“Bien entonces, no me supondrá un gran esfuerzo volar y comprobar cada uno de ellos. Los guardias pueden seguirme la pista.” Le sonrió de forma burlesca. “Solo en caso de que los nativos demuestren ser demasiado poderosos para el príncipe de los Asur.”

Varios miembros de la guardia marina comenzaron a reír.

“El resto de vosotros” continuó el príncipe, mirando hacia Caladris. “Continuareis por la playa en dirección al templo y esperaréis a que llegue el resto de la flota.”

“¿No deberíamos viajar todos juntos?” replicó Caladris.

El príncipe negó con su cabeza de forma tajante, dando a entender que la conversación había finalizado. “No. Tú, el capitán y los demás os dirigiréis hacia el templo y pondréis a la guardia al tanto de mi llegada. No olvidaré el sentido del protocolo. De todas formas, su necesidad podría ser mayor incluso que la de Kortharion.” Volvió a colocarse el casco mientras se dirigía hacia el grifo. “Las águilas habrán llevado consigo mis órdenes al resto de la flota en estos momentos y las instrucciones les mandaban dirigirse al templo en cuanto llegasen a la isla. Deberían llegar pronto.” Asintió al joven mago y saltó sobre su montura. “Nos encontraremos en el templo. Con un poco de suerte, traeré a Kortharion conmigo y saldremos de este miserable lugar.”

El príncipe se recostó en su silla y sacudió su cabeza de asombro. Desde su ventajosa posición en las alturas, pudo percatarse de la corrupción que bañaba por completo la isla. Vio extensiones de hinchados árboles carnívoros que se comían los unos a los otros en un círculo vicioso de glotonería; divisó larvas carnosas del tamaño de perros; y lo peor de todo, observó la tierra en sí misma, abultada e inflada por zonas como si se tratara de monstruos que excavan desde las profundidades para salir a la superficie y devorar aquel maldito lío. “Por el Rey Fénix” murmuró el príncipe. “No me pregunto por qué mi padre no me habló nunca de este lugar.”

Bajo él, la guardia no conseguía avanzar tan velozmente a través del escabroso terreno como hubiese deseado. Habían tenido que tomar un sendero por la costa para poder seguirlo, Pero parecía demasiado grande. Señaló sin embargo con orgullo, la calma con que sus soldados aceptaron la grotesca visión que se les avecinaba, mientras marchaban en filas ordenadas según el rango atravesando las espectrales siluetas y mirando de reojo las rocas, y alzando sus lanzas que lo saludaban perfectamente al unísono. Asintió en respuesta al saludo y señaló hacia adelante con un movimiento de su lanza, encaminándolos hacia una lejana estatua que sabía que aún no podrían discernir. Fue la cuarta de las estatuas del mismo tipo que habían encontrado y por el momento, no habían descubierto nada. Las estatuas en sí mismas eran tremendamente hermosas – maravillosos testamentos de los escultores fallecidos hacía tanto tiempo – pero por lo demás nada en especial.

Las primeras dudas que el príncipe había tenido sobre la isla volvieron a su mente. Ahora que había pasado bajo algunas de aquellas estatuas ruinosas, le resultó difícil de creer que alguna vez hubiesen sido capaces de dirigirse hacia el mar, golpeando a sus enemigos con sus grandes espadas, brillando con luz carmesí. Se preguntó si tal vez el joven Caladris pudiera haber sido engañado. No por primera vez, se cuestionó su decisión de traer al joven. Sus conocimientos sobre la magia eran indiscutibles – y con anterioridad habían salvado la vida del príncipe – pero el chico parecía casi fuera de control de sus propias emociones. Mientras el príncipe observaba el extraño paisaje que tenía debajo, se preguntó si las historias acerca de los Ulthane no eran más que leyendas. De ser así, ¿tal vez lo fuera también la Piedra Fénix? Sacudió la cabeza y encaminó al grifo en dirección a la siguiente estatua.

Mientras el grifo aterrizaba, el príncipe se dejó caer de la silla con maestría y observó a través de la penumbra. Inmediatamente pudo ver que ésta estatua parecía tener algo que la diferenciaba del resto. Oscuras y humeantes formas yacían sobre el pedestal de mármol a los pies de la estatua y sus espinillas habían sido chamuscadas por un fuego reciente. Avanzó con cuidado hacia la estatua, con sus ojos vigilando los árboles que le rodeaban. Sus fosas nasales se estremecieron a causa del desagradable olor de la carne y pellejo quemados. Los restos calcinados de hombres-rata fueron dispersados por todo el claro, apilados en grandes montones a los pies de la estatua y tiñendo la hermosa roca con su asquerosa sangre coagulada.

El príncipe hizo una pausa, observando por encima del hombro a su grifo, que esperaba pacientemente al borde de del claro. Sintió la desaprobación plasmada en los iris de motas doradas de sus enormes ojos. Ralentizó su avance aún más y sacó de forma sigilosa su espada. Empujó algunos de los cuerpos, sacudiendo la cabeza de desagrado ante la imagen de los encorvados cuerpos llenos de sangre. Entonces, cuando se dirigía de vuelta sobre sus pasos, se detuvo. Entre las marañas de grasa y acero roto, vio un destello de color azul; un trozo de seda, apenas visible debajo de un montón de ramas retorcidas.

El Príncipe Althran frunció el ceño y echó de nuevo un vistazo por el claro. Buscó entre los árboles señales de algún tipo de vida, además de sus propios guardias, o quizá algo más siniestro, pero todo parecía estar en calma, de modo que se dirigió hacia el trozo de seda azul. Mientras se acercaba, el príncipe soltó un gemido y cayó de rodillas, mientras apartaba a un lado del montículo trozos de carne sanguinolenta que revelaban los restos de un esqueleto carbonizado. “Dios, ¿es él?” se preguntó mientras observaba las costuras shaferianas que adornaban los ropajes azules y blancos. “¿Kortharion?” susurró, mientras posaba sus manos sobre la calavera ennegrecida y se dispuso a alzarla. “¿Pero qué hiciste?” Los huesos se convirtieron en cenizas en el momento en que eran tocados y el príncipe sacudió su cabeza. “Oh, Caladris” dijo, recordando al joven mago que le había hablado tan cariñosamente de su mentor. “Llegamos demasiado tarde.”

El príncipe escuchó el sonido de una rama que se quebraba en el borde del claro. Al hacerlo, posicionó su espada entre él y los árboles. “¿Garra Afilada?” dijo, mirando en dirección al grifo.

La cabeza de la criatura que reposaba sobre sus patas hizo un giro y le observó con real desdén.

Hubo otro sonido, esta vez procedente del otro lado del claro, y el príncipe se giró sobre sí mismo. “¿Quién anda ahí?” gritó el príncipe, tratando de proteger con una mano los restos mientras se agazapaba aún más.

“Mi señor” gritó uno de los guardias mientras salía de entre los árboles. “Creo que hemos descubierto algo.”

El príncipe suspiró con alivio y bajó su arma. “Sí, yo también” respondió. “Me temo que la visión de nuestro joven amigo le llegó demasiado tarde como para poder remediarlo.”
El soldado miró con detenimiento el restos calcinados de los ropajes azules con claro pesar. “¿Kortharion?”

El príncipe asintió tristemente. “ Creo que cayó por su propia voluntad” dijo, alejándose de los huesos calcinados. Saludó a los copos de ceniza que flotaban, dispersándose en el viento como la nieve. “Esta explosión no fue fruto de ningún skaven. Pienso que Kortharion se sacrificó a sí mismo.”

Mientras el resto de la guardia personal del príncipe se adentraba en el claro, estos agachaban las cabezas como signo de respeto. Varios de ellos saltaron hacia el lugar en que se encontraba y posaron sus manos sobre los azules ropajes, murmurando oraciones mientras reflexionaban sobre la pérdida de otro miembro de su ya disminuida y antigua raza.

“¿Qué has descubierto?” preguntó el príncipe, dirigiéndose hacia el elfo que se adentró en el claro en primer lugar.

El elfo alzó la barbilla y le respondió con voz calmada. “Estos cuerpos son solo una pequeña parte de la armada skaven” dijo, mientras apartaba a manotazos el polvo que sacudía a cada paso. “Hemos encontrado un rastro de sangre, armas y huellas de pisadas de zarpas.” Miró hacia el príncipe. “Parece que son un grupo muy numeroso, Y se dirigen hacia el sur; directos hacia el templo.”

Algo destelló en los ojos del príncipe y sujetó su espada un poco más fuerte. “¿Cómo de recientes son las huellas?”

“Fueron hechas antes de una hora, mi señor.”

El príncipe se levantó sobre sus pies y se puso de frente a su montura, que esperaba pacientemente al borde del claro. “Su muerte no quedará sin castigo” dijo, caminando con paso ligero y señalando con su espada hacia el sur. “Seguidme tan rápido como podáis, si queréis vengar la muerte de Kortharion” Inclinó su cabeza hacia ellos con severidad mientras se subía a lomos de la enorme bestia. “Mi juicio será rápido.”

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