jueves, 10 de noviembre de 2011

La isla de sangre (capítulo 2)

 “Me están juzgando” jadeó Kortharion, aún con sueño y subiendo, todavía aletargado, desde su cama. Permaneció desnudo frente a la ventana abierta, dejando que la fina brisa le acariciase; pero su sudoroso cuerpo no sintió ningún alivio. Cualquiera que fuese la época del año, fuese el día y la hora que fuese, la temperatura era siempre la misma: la temperatura de su propia sangre. En su silenciosa habitación, pudo sentir su pulso latiendo rápidamente, como un tambor que resonaba en sus oídos y enturbiaba sus pensamientos. Su alcoba estaba situada en lo alto del templo, pero incluso desde allí era difícil ver demasiado de la isla. La niebla antinatural lo transformaba todo, dando al oscuro paisaje un aspecto fantasmal que le recordaba a sus sueños. Retorcidas y sinuosas ramificaciones de rocas cubrían la isla por completo y la vil, pálida flora brotaba debajo de cada retorcida piedra. Sacudió su cabeza. Durante cerca de quince años había evitado centrar sus pensamientos sobre la corrupción que lo rodeaba, pero al final fue descubierta. En tan solo unos meses otro ocuparía su lugar, y regresaría a su hogar donde curaría su alma herida. Así que, ¿por qué no sentía ningún alivio?

El templo se asentaba al final de una pequeña península que nacía en la parte sur de la costa de la isla. Su arquitectura fue olvidada por mucho tiempo, pero en lo profundo de sus criptas se guardaba el premio que se les ordenó proteger – la Piedra Fénix. Kortharion nunca había visto el amuleto por sí mismo, pero conocía su importancia. Sentía su presencia en el lugar más recóndito de sus pensamientos. Sabía que era la única cosa que los separaba a ellos de los horrores del Caos. La carga se hacía pesada en todo el emplazamiento. Kortharion sabía que no era el único con sueños embrujados.

El mago suspiró mientras miraba al otro lado del estrecho puente de piedra que los conectaba al resto de la isla. “¿Qué quieres de mí?" murmuró, observando en la distancia los faros que bordeaban la costa. Eran tan insustanciales como todo lo demás, disipando la niebla con una luz de optimismo, pero él sintió sus ojos quemándolo por dentro. "He cumplido mi deber. ¿Por qué me miras así? ¿Qué más puedo hacer? "

Se puso su atuendo ceremonial y caminó suavemente hacia un sombrío pasillo estrecho. Ni siquiera las más hermosas cortinas sapherianas podían ocultar la grotesca naturaleza que los elfos habían tomado como su hogar. A pesar de sus esfuerzos, el templo mantenía reciamente su origen antinatural. Kortharion corría hacia las escaleras, mientras esquivaba varios salientes de piedra irregular que brotaban de las paredes y anduvo con cuidado por el desnivelado suelo, repleto de ondulaciones.

Asintió con la cabeza a modo de saludo a los guardias con cota de malla, mientras seguía su camino con ansias de abandonar aquel calor empalagoso, y abandonó el recinto del templo. Mientras caminaba hacia el estrecho golfo que conectaba el templo con la isla, Kortharion se detuvo. El resonar del oleaje, que rompía contra las rocas a lo lejos, finalmente ahogó el sonido de su corazón, y le permitió pensar. Mientras notaba la fina niebla del mar pegarse a su rostro, Kortharion se dio cuenta de lo que tenía que hacer. Se secó el agua salada de sus ojos y miró hacia la costa tras los lejanos faros. “Debo comunicarme con ellos” murmuró. “Debo saber qué hice mal antes de marcharme. Ya no lo soportaré por más tiempo.” Volvió apresuradamente a través de la isla y siguió su camino hacia los establos.
Los nervios de Melena Plateada se fueron crispando a medida que se acercaba, sacudiendo su crin y haciendo sus cascos contra el suelo de adoquines. Su excitación se extendió rápidamente sobre los otros caballos, y Kortharion posó su mano sobre el tembloroso cuello de la yegua para calmarla. Acarició el hocico de la yegua unos segundos y luego le colocó su silla de montar.

“¿Kortharion?” preguntó una voz procedente de fuera.

El mago parecía tener una figura esbelta, llevando un abrigo de brillante malla y aquel sombrero con filigranas de plata. La luz de la luna resaltaba la cara del viejo guerrero mientras se acercaba, dejando al descubierto la preocupación en sus ojos rasgados.

Kortharion mostró una leve sonrisa mientras se subía sobre su caballo. “ Me gustaría ser capaz de escucharte cuando te aproximas, Kalaer, Aunque solo fuese una vez. ¿No podrías por lo menos aparentar ser tan torpe como el resto de nosotros?”
El guerrero no le devolvió la sonrisa, pero posó su mano en el costado de Melena Plateada y levantó la mirada a su amigo. “¿Qué te trae desde tus aposentos a estas santas horas? Es casi medianoche. ¿Son los sueños otra vez?”

Kortharion mantuvo su sonrisa unos segundos, pero falló al intentar ocultar el temblor en los bordes de su boca. “Podría decir lo mismo de ti, Kalaer. ¿Acaso duermes alguna vez?”

Kalaer tocó la empuñadura de su espada. “Me sentía descansado, y pensé que podría salir a hacer algo de ejercicio. Todavía no estaba cansado, de modo que decidí dar una vuelta por las murallas para estar seguro de que los guardias aún estaban despiertos.”

Kortharion estudió la hermosa arma a dos manos . La luz roja de los faros quedaba reflejada en la espada, como si fueran regueros de sangre. Se estremeció y miro hacia otro lado. “Sí, los sueños otra vez. Pensé que un paseo a caballo me despejaría.”

Kalaer frunció el ceño y siguió la mirada del mago hacia las distantes luces. “¿Montar ahora? ¿Tú solo? ¿Es eso sabio? La isla ya es lo suficientemente traicionera durante el día. Permíteme acompañarte, si realmente debes ir.”

Kortharion cerró sus ojos y pasó la mano sobre su frente. “ Son los Ulthane; me persiguen. Puedo ver sus rostros cuando intento dormir. Incluso puedo sentir su desaprobación durante el resto de la jornada. Me miran como si pensasen que les he fallado de alguna manera.”

Kalaer sacudió su cabeza. “¿Fallarles? ¿Cómo podrías? Están aquí para servirnos, no al contrario. Recuerda que los Señores del Saber dijeron: Ellos son nuestros únicos aliados en esta infernal isla. ¿Por qué habrías de decepcionarles?” Kalaer llevó su mano a las riendas de su caballo. “No te preocupes demasiado. No te vayas con esos ánimos. Quédate, intenta dormir un poco.”

Kortharion negó con la cabeza y gentilmente retiró la mano de Kalaer de sus riendas. “No iré lejos” dijo, con una sonrisa poco convincente. “Solo siento la necesidad de estar cerca de uno de los guardianes.” Se rió ante su propia ridiculez. “No tengo idea de por qué, pero siento que es importante que vaya allí ahora.”

“Entonces deja que te acompañe” insistió el maestro de la espada, señalando al mozo de los caballos para que ensillase el suyo. “Podría hacer algo de ejercicio.”

“No, Kalaer. Te lo suplico. Ya me siento lo bastante estúpido sin arrastrarte lejos de tu deber.”

“¿Algunos guardias, entonces?”

El mago volvió a mostrar su negativa de forma enojada. “No, eso sería todavía más absurdo. No dejaré al templo sin la mitad de sus defensas solo para ayudarme a dormir.”

Kalaer se encogió de hombros y montó sobre su caballo. “Solo tú y yo” dijo, mientras cabalgaba hacia el estrecho puente de piedra.

El mago se resignó con frustración. Sacudió su cabeza y se sonrió a sí mismo, mientras cabalgaba tras el respaldo rígido del maestro de la espada.

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